Ayer, poco antes de las cinco de la tarde, en un edificio recientemente reformado del barrio de Salamanca de Madrid, una pareja de novietes de 17 años, que estaban celebrando con otros compañeros el fin de los exámenes previos a la preparación de la Prueba de acceso a la Universidad, sufrieron un accidente en el ascensor de la casa donde vivía la chica y se precipitaron por el hueco muriendo por politraumatismo.
Al margen de la investigación por parte de la Policía científica de las causas reales del accidente y de las responsabilidades que se deriven, el hecho ha causado gran conmoción por tratarse de una pareja joven y sana, y que ha ocurrido en un situación tan común y ordinaria como coger un ascensor. Si vida pronto iba a desarrollarse en una Universidad e inmediatamente me ha venido a la memoria el himno de estas instituciones, el Gaudeamos igitur, que reza así:
«Nuestra vida es corta,
en breve se acaba.
Viene la muerte velozmente,
nos arrastra cruelmente,
no respeta a nadie.»
No es mal momento, el de una muerte precoz e imprevista, para plantearnos lo que es la verdad más universal: todos moriremos.
Recuerdo un famoso discurso de Steven Jobs en la Universidad de Stanford a los estudiantes que se graduaban en el que dijo: “Cuando tenía 17, leí una cita que decía más o menos lo siguiente: «Si vives cada día como si fuera el último, algún día seguramente tendrás razón.» Me impresionó, y desde entonces, por los últimos 33 años, he mirado en el espejo cada mañana y me he preguntado: «¿Si hoy fuese el último día de mi vida, querría hacer lo que estoy por hacer hoy?» Y cada vez que la respuesta ha sido «No» durante demasiados días seguidos, sé que debo cambiar algo».
- No entiendo nada. Siendo la muerte, y su difícil previsión, una realidad ineludible, ¿por qué nos empeñamos en no hablar de ella? ¿Alguien me lo explica?